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Si quieres ver la Bibliografía Extremeña, pincha aquí Fernando III el Santo (c. 1201- 30-5-1252), rey de Castilla (1217- 1252) y de Castilla y León (1230-1252).
Residente en León tras la anulación del matrimonio de sus padres, a la
muerte del rey Enrique I (1217), Berenguela, madre de Fernando, heredó la
corona castellana. Su madre Berenguela le hace llamar a Castilla, la reina renunció inmediatamente al trono en favor de su hijo.
En 1220 Fernando III se casó con Beatriz de Suabia, matrimonio del que
nació el futuro Alfonso X. En 1237 volvió a contraer matrimonio con Juana de
Ponthieu.
Durante los primeros años de su reinado la vida política
se caracterizó por la predominante presencia de su madre Berenguela en los
asuntos del reino. Tuvo que combatir la revuelta nobiliaria
encabezada por la casa de los Lara y la invasión leonesa encabezada por su padre Alfonso IX, rechazada frente a Burgos.
En 1230 murió su padre
Alfonso IX de León, que en su
actitud anticastellana había designado como herederas a sus hijas Sancha y
Dulce, habidas de su matrimonio con Teresa de Portugal. Sin embargo, la
habilidad de Fernando, la ayuda de la Iglesia y de un sector de la nobleza
leonesa, junto con la habilidad de Berenguela, consiguieron que la Corona de León recayera en Fernando.
La unión de Castilla y de León bajo el cetro de
Fernando III terminaba definitivamente con la separación de ambos reinos. La herencia recibida
supone la unión definitiva de ambos reinos, aunque durante los primeros años será un foco de problemas.
La cuestión está en la cuestionada
legitimidad de Fernando para recibir la herencia de sus padres, pues su
madre, Berenguela, es la heredera directa del trono castellano, mientras
que, por otra parte, su padre Alfonso IX lega su reino a sus hijas
Sancha y Dulce, hijas de su primer matrimonio con Teresa Sánchez de Portugal.
La diplomacia desempeñada por su madre, el carácter
conciliador de Fernando y el clima de optimismo generado por la
victoria sobre los musulmanes en las Navas de Tolosa (1212) suavizan
las iniciales reservas que la entronización de Fernando III había
suscitado entre los castellanos. Por parte leonesa, Fernando y su madre
Berenguela logran en 1230 la renuncia de las herederas al trono a cambio del pago anual de 30.000 maravedíes.
Resueltas las divisiones internas
castellanas, el 30 de noviembre de 1219 contrajo matrimonio en Burgos
con Beatriz de Suabia, nieta del emperador alemán Federico
I Barbarroja, uniendo de este modo la casa de Castilla con los
principales representantes del partido
gibelino. Tres días más tarde es ordenado caballero en el monasterio de las Huelgas.
La nueva unidad política deja el camino expedito para relanzar las
labores de conquista de los territorios musulmanes, aprovechando las expectativas abiertas años atrás por la
victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) y la debilidad
del poder árabe peninsular. permitieron que
desde 1231 a 1236 se desarrollaran bajo el reinado de Fernando importantes
campañas victoriosas frente a los musulmanes en el ámbito de la Reconquista.
En 1224, la Curia de Carrión decide
adjudicar todos los recursos necesarios para la lucha contra los
musulmanes, iniciándose un período de numerosas e importantes conquistas militares.
Su vasallo, el arzobispo Jiménez de Rada conquistó Quesada y Cazorla (1231).
En 1236 se conquistó Córdoba, antigua capital del Califato, una conquista que
va más allá de lo puramente militar por el carácter simbólico de la
antigua capital del califato. La situación de prosperidad económica
que vive el reino posibilita el lanzamiento de constantes campañas
militares, con lo que las conquistas se suceden. Caen sucesivamente
Chillón, Almodóvar, Lucena, Aguilar, Écija, Osuna y Estepa.
La fase más importante de expansión territorial frente a
los musulmanes se desarrolló entre 1240 y 1248. En 1243
es tomado Murcia; en 1245 conquista Jaén. Tras un asedio de dos años,
el 23 de noviembre de 1248 es tomada Sevilla, lo que supone el punto álgido
del poderío militar y económico del monarca castellano-leonés. La
conquista de Sevilla, autentica joya del poder musulmán, requerirá por
vez primera de un ataque marítimo y un auténtico despliegue de medios
técnicos y materiales. Así, se prepara una flota en el Cantábrico que
asolará la ciudad a las órdenes del almirante Ramón de Bonifaz,
evitando además la llegada de auxilio desde el exterior.
El repoblamiento cristiano de Andalucía comenzó poco
después de su conquista. La extensión e importancia económica y estratégica
de las nuevas tierras obligaron al monarca a repoblar el territorio
conquistado de una forma efectiva. El modo utilizado fue el llamado sistema de
'repartimientos', con dos modalidades: donadíos y heredamientos. Los primeros
se utilizaron para repartir los bienes inmuebles, cuyos beneficiarios fueron
principalmente la aristocracia laica y eclesiástica. Por su parte, los
heredamientos hacen referencia al reparto de tierras entre verdaderos
pobladores, que fueron tanto caballeros de linaje y villanos, como peones.
Mediante este sistema se inició en Andalucía una estructura de grandes
propiedades que permitió un incremento de la autoridad de los poderosos,
tanto por las tierras que consiguieron, como por los derechos jurisdiccionales
que acumularon en sus manos. Por su parte, en Castilla y León, de donde
salieron la mayoría de los pobladores de las nuevas tierras, se incrementaron
los grandes dominios. La aristocracia militar, eclesiástica y de los concejos
castellano-leonesa adquirió rápidamente los bienes que dejaban vacantes los
emigrantes que se dirigían hacia el sur.
Conquistada buena parte del sur peninsular, la preocupación de Fernando III será
ahora asegurar el control sobre los territorios conquistados y organizar
y estructurar bajo el patrón de asentamiento castellano tanto los
recursos como el espacio anexionados. Para lograr cumplimentar este
doble objetivo, se dispone a organizar un ataque contra el norte de África
y establece un sistema de reparto de las tierras y bienes tomados a los
musulmanes entre caballeros y peones cristianos, con el fin de asegurar
la subsistencia de los nuevos pobladores mediante los recursos necesarios.
Casado en segundas nupcias con doña Juana, hija del conde
de Ponthieu, de sus dos matrimonios nacieron trece hijos. Mandó
traducir al castellano el "Liber Iudiciorum", conocido como
"Fuero Juzgo", y durante su reinado se erigieron las
catedrales de Burgos en 1221 y Toledo en 1226.
Ya en sus tiempos su
mandato fue considerado modélico, pues logró restringir de manera
notable el dominio musulmán en la península Ibérica y establecer
medidas políticas y económicas que mejoraron las condiciones de vida
de sus súbditos. La muerte le sorprendió 30 de mayo de 1252, mientras
preparaba una expedición contra el norte de África. Primo de Luis
IX de Francia, fue como él considerado un hombre piadoso y de
profunda fe católica, por lo que será canonizado en 1671 por el Papa Clemente X.
Los reinos cristianos españoles fueron
frontera de Europa durante siglos y bastantes peculiaridades de su desarrollo se
deben a esta condición, aunque su entendimiento histórico sólo puede
conseguirse dentro de las coordenadas comunes al Occidente medieval.
La reconquista es un concepto originado en aquellos siglos según el cual el
territorio de Hispania había sido ocupado injusta y violentamente por los
musulmanes al causar la destrucción de la
Monarquía visigoda, por lo que los reyes hispano cristianos tenían el
derecho y el deber de recuperarlo pare conseguir -ideal neogoticista- la
restauración política y religiosa, a través de una acción bélica que, desde
el último tercio del siglo XI, se justifica no sólo con argumentos
neogoticistas sino apelando también a la idea de cruzada contra los infieles.
La gran diferencia entre las cruzadas hispánicas y las de
otros ámbitos consiste en que, en este caso, se desarrollaron sobre un
territorio, con unas poblaciones y a partir de un pasado específicos e
internos, lo que explica en gran medida la singularidad del resultado y la de
los contactos entre culturas ocurridos en el ámbito peninsular. Pero tampoco se
puede olvidar que ocurrieron durante la plenitud medieval, como parte del vuelco
que se produjo en el sistema de relaciones entre cristianos v musulmanes en el Mediterráneo.
En la frontera española se forjó, bajo la apariencia de
recuperación y restauración, una voluntad colectiva de ser en la historia de
Occidente: la misma idea de reconquista fue fundamental en la formación de la
conciencia histórica e implicaba la existencia sucesiva de fronteras
provisionales, hasta que se llegara a su culminación, y la previsión de
reparto de los territorios todavía sin conquistar, y de su colonización y
organización eclesiástica, política, social y económica.
La sociedad de la
época conoció, por causa de guerras y colonizaciones, situaciones de mayor
movilidad y flexibilidad interna que otras del Occidente feudal y las mismas
formas de organizarse la feudalidad, las relaciones de poder y el reparto político
en reinos obedecieron en muchos casos a las circunstancias del proceso de reconquista.
Aunque la realidad histórica de al-Andalus se comprende dentro de la general del mundo
islámico de aquellos siglos, es conveniente comprender con mayor extensión algunas características y peculiaridades.
Hispania era un territorio muy alejado de las tierras originarias y centrales del poder del Islam;
era también un reino, el de los visigodos, cuya evolución corría pareja con
la de otros del occidente europeo de entonces y, aunque atravesaba por una época de depresión demográfica
y dificultades políticas, su identidad religiosa y cultural era más sólida y
homogénea que la de los territorios magrebíes conquistados poco antes, por lo que también lo sería su recuerdo.
Las resistencias contra los invasores en las montañas cantábricas
y pirenaicas comenzaron pronto, aunque eran muy limitadas y, en parte, heredaban
o recordaban a las mantenidas contra anteriores poderes de origen mediterráneo.
Los reyes de Asturias reclamarían para sí la herencia y la voluntad de
restauración de la monarquía visigoda, argumento ideológico que demostró una
enorme fuerza y que recorre toda la Edad Media hispano-cristiana. La vecindad y
crecimiento de la Europa occidental desde tiempos carolingios sería otro estímulo,
cada vez más fuerte, en pro de la lucha contra los musulmanes y de la
conquista, o reconquista, de la amplísima parte del territorio peninsular integrada en el Islam.
La invasión musulmana se produjo
durante la segunda época de expansión, protagonizada por los
omeyas, no tuvo continuidad en la expansión islámica. A pesar de estas peculiaridades
debidas a la geografía y a la historia, la conquista de Hispania recuerda a las anteriores del Próximo Oriente.
Previamente se había dado una debilitación interior del poder regio,
con las luchas entre las familias de Chindasvinto y Wamba,
acentuada por la feudalización de oficios y tierras a favor de una
aristocracia poco solidaria con lo que el reino significaba como conjunto y construcción unitaria.
La decadencia de la autoridad moral del episcopado,
evidente en las últimas décadas del siglo VII, y la hostilidad contra los judíos, hacían más oscura la situación
frente a un peligro exterior que los dirigentes del reino podían prever.
La circunstancia de la conquista muestra un país
dividido e insolidario frente a un invasor decidido y con motivaciones muy
claras, entre ellas, la de exportar la inquietud y belicosidad de los beréberes,
apenas islamizados fuera de su propia tierra.
La entrega de Ceuta, en el año
710, abría el camino, aunque hay autores que señalan la posibilidad de que la
primera invasión se produjera por el Sureste peninsular y no por la zona del
Estrecho. El rey Rodrigo se vio traicionado por parte de la aristocracia y de su ejército en la batalla
del Guadalete (711) y, con su derrota, la monarquía visigoda se derrumbó rápidamente
mientras que los invasores encontraban relativamente pocas resistencias: en
aquel momento no había proselitismo sino oferta de pactos de capitulación que
no empeoraban el estado económico o tributario anterior, y muchos aristócratas
consiguieron conservar propiedades, rentas e incluso formas de participación en el poder.
Tariq, que obtuvo la primera victoria, habría desembarcado con unos 12.000
beréberes,
y al año siguiente le siguió su señor, Musa
ibn Nusayr, con 18.000 árabes, según la tradición. Dos años después, en
el 714, las principales operaciones habían concluido y el reino de los
visigodos se había derrumbado tan fulminantemente como tres cuartos de siglo
atrás la Siria o el Egipto bizantinos pero con la gran diferencia de que la posible insolidaridad social no se refería,
en este caso, a ningún poder político exterior.
La resistencia astur (Covadonga, 722) aparece en aquel momento como una realidad marginal
y, a pesar de que las noticias sean tan escasas, habrá que seguirse preguntando
sobre las causas profundas y próximas que contribuyeron a provocar aquel hundimiento.
Entre los años 714 y 756, el nuevo territorio del Islam acogió a
más inmigrantes árabes, sirios y, sobre todo, beréberes, que recibieron trato
desigual, lo que provocó reyertas entre ellos, unas veces entre árabes, pues
la mayoría seguían viviendo de los impuestos de la población sometida y no
habían recibido tierras, otras de los beréberes contra los árabes, como ocurrió
a raíz del gran alzamiento norteafricano de los años 740-741.
Por entonces, el emirato de al-Andalus había alcanzado todas sus características como ámbito
político y los cristianos que vivían en él considerarían consumada la pérdida
de Hispania, según la conocida expresión de la Crónica Mozárabe (año 754).
La llegada en el 756 de
Abd al-Rahman, único superviviente de la familia omeya después de su derrota y
exterminio a manos de los abbasíes y sus aliados, provocó la independencia política de al-Andalus,
que el nuevo califato apenas estuvo en condiciones de combatir, tal era la lejanía
de la península y la escasez de medios que podía movilizar en aquel caso Bagdad.
El predominio de lo árabe es patente en muchos momentos de la historia
andalusí, pero no parece que se cometiera el error de marginar habitualmente a
los otros componentes de la población. Abd al-Rahman I debió inspirarse también
en antecedentes visigodos, no sólo orientales, para desarrollar su régimen monárquico
y las instituciones administrativas y fiscales.
Concluía el siglo VIII cuando
Al-Hakam I (796-822) conseguía crear los cuadros de un ejército a sueldo
permanente, en medio de diversas revueltas internas y del primer ataque fuerte procedente de la Asturias de Alfonso II.
En las primeras décadas del IX, bajo el emirato de
Abd al-Rahman II, mejoraron las condiciones económicas y sociales; hubo una introducción de las iniciativas y métodos elaborados por los abbasíes
en Oriente y se produjo un fuerte proceso de conversión al Islam y cierta promoción de los mawali o muladíes hispanos.
Sin embargo la sociedad musulmana andalusí, desembocó en un periodo de
disgregación y revueltas entre los años 850 y 920, al que contribuyeron varias causas, entre ellas la oposición
a la hegemonía árabe a la arabización cultural, y por parte de bastantes
cristianos mozárabes, al peligro de una islamización cada vez más intensa. Se
añadía las rebeldías contra el poder emiral y su concentración en Córdoba.
La presión de las operaciones militares y conquistas llevadas a cabo
por los reyes de Asturias, que pasaron a instalar su capital en León (año
914), y, en menor medida, por los vascones pirenaicos y por los condes de la Cataluña carolingia.
La salida de la crisis ocurre durante los primeros años
de Abd al-Rahman III (912-961). Córdoba alcanza el apogeo político a lo largo del siglo X,
bajo su mando y el de sus sucesores Al-Hakam II (961-976) e Hisam
II (976-1009) y los generales de éste, Galib, Al-Mansur y Abd al-Malik.
Se restableció el equilibrio militar frente a los cristianos del Norte y
al-Andalus pasó a la ofensiva, aunque no estaba en condiciones de recuperar o conquistar
territorios sino de mantener su área fronteriza en torno al Sistema Central y
el pre-Pirineo, y castigar con incursiones y razzías los territorios más norteños.
Abd al-Rahman III tomó el título de califa en el 929 como réplica a sus
enemigos fatimíes del Magreb pero también para consolidar la pacificación de
al-Andalus con aquel refuerzo político-doctrinal.
Las discordias interiores
parecían superarse en torno a un régimen fuerte y dotado de un ejército
profesional en el que formaban no sólo árabes y bereberes, al margen ya de
cualquier adscripción tribal, sino también muchos mercenarios y antiguos esclavos de origen eslavón.
Los califas cordobeses padecieron los mismos
efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes
militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en
cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los
cristianos que eran poco rentables; las disensiones internas en el ejército
contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases
económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX.
Durante el X se había producido un
fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del
aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que
continuaron durante buena parte del XI.
La quiebra y fragmentación del califato
tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo
varias decenas, llegó a haber casi treinta, de pequeños reinos de diversa
extensión territorial y viabilidad política muy diversa a los que se conoce
como taifas cuyos reyezuelos (muluk al-tawa'if) actuaban como supuestos
representantes de unos califas cordobeses ya inexistentes.
Algunas taifas fueron gobernadas por dinastías beréberes
y otras por
individuos surgidos del mundo de los mercenarios eslabones pero muchas fueron
andalusíes, regidas por muladíes o por árabes ya totalmente integrados en la sociedad autóctona.
Los reinos de taifas más importantes, que absorbieron a
otros menores, fueron los que tenían frontera con la España cristiana, por
elementales razones estratégicas: Badajoz en la marca inferior y Toledo
en la media, ambos con dinastías beréberes, Zaragoza, Lérida y Tudela en la marca
superior, con reyes andalusíes. En el Sur se consolidó una taifa importante de
dinastía beréber, la de los ziríes de Granada, y otra andalusí, la de
Sevilla. En Levante predominaron las taifas de eslavones: Tortosa, Valencia,
Denia y Baleares, Murcia, Almería.
Por los mismos años en que se disgregaba el
califato de Córdoba ocurrían también importantes redistribuciones del poder
político en los reinos de la España cristiana, durante los años de Sancho
Garcés III de Pamplona y los inmediatos a su muerte. Por entonces, León
con Castilla, que fue reino desde 1035, sobrepasaba ampliamente la frontera del
Duero, Navarra dominaba las tierras del alto Ebro hasta cerca de Tudela, y Aragón
se constituía como reino e integraba también Sobrarbe y Ribagorza. Más al
Este, la Cataluña Vieja había completado el proceso de dominio y poblamiento
entre los Pirineos y el bajo Llobregat.
La presión militar y tributaria de los
poderes cristianos sobre los taifas aumentó desde mediados del siglo XI, a
medida que se hacía cargo de ella Fernando I de Castilla y León. En la
generación siguiente, su hijo Alfonso VI consiguió la capitulación de Toledo
y su taifa en el año 1085, suceso crucial en la historia hispánica del medievo,
pero aquello tuvo como consecuencia que otros reyes de taifas, en especial el de
Sevilla, reclamaran la ayuda de los
almorávides del Magreb, que pasaron pronto de la condición de aliados a la
de dueños del poder prevaliéndose de su fuerza y del prestigio que les
aportaron sus victorias sobre Alfonso VI.
Los reinos de taifas habían
prolongado muchos aspectos del esplendor cultural del califato pero fueron
incapaces de heredar su fuerza política y guerrera y sucumbieron ante la doble
presión de las exigencias tributarias o parias y de la presión militar de los
reyes cristianos, por una parte y, por otra, ante el regeneracionismo musulmán
de los almorávides que, al hacer frente a los cristianos y reunificar
al-Andalus, consiguieron, sin duda, su supervivencia pero en condiciones distintas a las que
hasta entonces se habían dado.
A la altura de los siglos X y XI, sus diferencias con las de la España cristiana
eran tajantes y, más que en los dos siglos anteriores, se puede hablar de
frontera entre civilizaciones. La hispanocristiana recibiría influjos y
herencias de la andalusí en su proceso de enfrentamientos y relaciones
diversas, pero su identidad fue clara y crecientemente europea.
En los siglos anteriores había ocurrido otro proceso, en condiciones muy distintas, el de la
permanencia y fusión de realidades premusulmanas en al-Andalus; hay que
destacar el bilingüismo, la supervivencia de aspectos y usos de la vida
cotidiana y material, la herencia de tipo administrativo e incluso político, el
papel de los cristianos mozárabes, diversamente valorado según las regiones y
épocas. Pero en al-Andalus se formó una sociedad musulmana integrada en la
civilización y en el mundo del Islam clásico, y sólo así cabe entender su
realidad histórica; los 50.000 árabes y más del doble de bereberes que
entraron en la Península hasta el siglo XI fueron suficientes, desde sus
posiciones de dominio, para impulsar un nuevo orden social, cultural y
religioso, al que se iban adhiriendo cada vez más conversos o muladíes
hispanos en un proceso que culminó en el siglo X.
Antes se había
recorrido un camino plagado de dificultades; incluso después de la conversión
al Islam, las diferencias a favor de los árabes y sirios permanecían e
irritaban a bereberes y a muladíes hispanos. Las revueltas y secesiones de la
segunda mitad del siglo IX tuvieron en cuenta a menudo esta situación social.
Así, en el valle del Ebro, la gran rebelión de Musa ibn Qasi y sus hijos
contra Córdoba entre los años 842 y 880, se apoyó en la población muladí.
Mientras tanto, Toledo conocía varias revueltas en los años 807, 829 a 837 y
852 y un periodo de autonomía total entre 873 y 932, una de cuyas bases fue la
población muladí y la escasez de árabes y bereberes en aquel sector.
En la actual Andalucía, las revueltas de muladíes y mozárabes fueron frecuentes en
la segunda mitad del siglo IX frente al predominio árabe en Jaén o Granada,
por ejemplo. La alteración más conocida fue la revuelta rural de musulmanes y
cristianos en el Sureste, desarrollada entre los años 880 y 917 bajo el mando de
Umar ibn Hafsun, un muladí que llegó incluso a ser nombrado representante del
califa abbasí, aunque acabó sus días convertido al cristianismo lo que le restó muchos apoyos.
Los mozárabes perdieron fuerza y disminuyeron en número después
de la crisis de la segunda mitad del IX, además de aceptar aspectos lingüísticos
y culturales árabes no incompatibles con su fe religiosa que, salvo
excepciones, fue respetada en las condiciones previstas por la ley islámica.
Bastantes emigraron a tierras cristianas pero otros permanecieron como minoría
hasta las definitivas expulsiones del siglo XII debidas a almorávides y almohades.
Los judíos, que no parecen haber participado en revueltas o
alteraciones, tenían también la consideración de hombres del Libro y, por lo
tanto, de protegidos, y mantuvieron una situación próspera o, al menos, pacífica,
hasta que les afectó también la radicalización e intransigencia de los dominadores norteafricanos en el siglo XII.
La desintegración del califato
de Córdoba en diversos reinos de taifas coincidió con la reorganización
política del espacio hispanocristiano y con su creciente vinculación al
Occidente europeo, en los comienzos de una larga fase de expansión. La guerra
con al-Andalus se planteaba ya claramente como una reconquista, a través de
diversas modalidades pero con un objetivo global. En una primera época, Fernando
I de Castilla y León (1035-1065) y Ramón
Berenguer I de Barcelona (1035-1076) aprovechan la debilidad de los taifas
para someterlos a protectorado militar a cambio del pago de parias, lo que
implica la sujeción política indirecta de nuevos territorios: Tortosa, Lérida,
Valencia, en el caso catalán, Zaragoza, Toledo, Badajoz, Sevilla e incluso Granada, en el castellano-leones.
Alfonso
VI de Castilla y León (1065-1109) dio un paso decisivo al ocupar por
capitulación Toledo, la antigua capital visigoda y sede arzobispal primada de
Hispania, y su taifa (1085), y lograr una clara posición hegemónica como
"emperador de las dos religiones" e "Imperator toletanus",
mientras su vasallo El Cid tomaba Valencia (1094), que se mantuvo en manos cristianas hasta 1102.
La entrada de los almoravides norteafricanos, sus victorias sobre Alfonso VI
(Sagrajas, 1086; Consuegrra, 1097; Uclés, 1108) y su dominio político en al-Andalus,
frenaron la expansión y el hegemonismo castellano-leones tanto como la crisis
del reino a la muerte de Alfonso VI, al tiempo que los reyes de Aragón y Navarra, Pedro I y Alfonso
I (1104-1134) conseguían ampliar su reino en el valle medio del Ebro
(conquistas de Huesca, 1096, y Zaragoza, 1118), y Ramón Berenguer III lanzaba una primera expedición contra Mallorca y conquistaba
Tarragona entre 1118 y 1126.
La decadencia del poder
almoravide permitió un nuevo avance cristiano pero el equilibrio político
entre los reinos comenzaba a modificarse: Alfonso
VII de Castilla y León (1126-1157) mantuvo el titulo de
"emperador" y una hegemonía política sobre otros reyes y poderes
cristianos y musulmanes basada en pactos vasalláticos, pero Navarra volvió a
tener rey propio desde 1134, aunque perdió definitivamente la frontera con al-Andalus,
mientras que Aragón y Cataluña se unieron bajo Ramón
Berenguer IV desde 1137 y el condado de Portugal pasó a ser reino
independiente desde 1139-1143. A la muerte de Alfonso VII, León y Castilla se
separaron, hasta 1230, de modo que aquella época de la reconquista estuvo
protagonizada por la colaboración y la competencia entre los cinco reinos.
En la gran ofensiva de los años cuarenta, Alfonso VII tomó Coria (1142), completó
el dominio de la cuenca del Tajo en su sector castellano, y conquistó por unos
años Baeza y Almería (1147), mientras que Alfonso
I de Portugal tomaba Lisboa (1147) y Ramón Berenguer IV Tortosa, Lérida y
Fraga, y establecía con Alfonso VII el tratado de Tudillén (1151) asegurando
su espacio de futuras conquistas en Valencia y Denia.
En la segunda mitad del
siglo XII, las combinaciones de alianzas y guerras entre los reinos cristianos y
la presión creciente de los almohades, que acaban hacia 1172 con todos los
poderes independientes andalusíes, frenaron parcialmente el avance conquistador
y obligaron a nuevos esfuerzos de organización militar (expansión de las órdenes
militares; importancia de las huestes de los concejos). Alfonso
II de Aragón conquistó Teruel (1171), ayudó a Alfonso
VIII de Castilla en la toma de Cuenca (1177) y en 1179 ambos firmaron el
tratado de Cazorla, que delimitaba las fronteras de ambos reinos y sus zonas de expansión futura.
En 1186, Alfonso VIII fundó Plasencia frente a los
almohades, que mantenían la línea del Tajo, en la actual Extremadura, y lanzaron varias
ofensivas que culminan en su victoria de Alarcos (1195), muy dañina para los
avances castellanos en La Mancha. La reacción cristiana tardó en llegar. En
julio de 1212 Alfonso VIII, con apoyo de otros reyes peninsulares y de cruzados
europeos, obtuvo una gran victoria en Las Navas de Tolosa. Poco después se
iniciaba el desmoronamiento del Imperio almohade, tanto en el Magreb como en
al-Andalus, y las divisiones internas de los musulmanes facilitaban el rápido avance
conquistador de los cristianos. Portugal, después del tratado de Sabugal (1231)
con Castilla y León sobre zonas de expansión, completó la conquista del
Alentejo (Serpa, Moura, 1232) y la del Algarbe al Este del Guadiana (Ayamonte, 1239).
Después de 1249 sólo hubo algunos reajustes fronterizos con Castilla y
León que, desde 1232, había puesto bajo su protección al reino taifa de
Niebla pare evitar la posible conquista por los portugueses. En el ámbito
leones, el avance prosiguió por la actual Extremadura, zona de máxima
resistencia militar musulmana: Valencia de Alcántara (1221), Cáceres (1229), Mérida
y Badajoz (1230), Trujillo (1232). Mientras tanto, se progresaba en la otra gran
línea de avance, específicamente castellana, a partir de La Mancha y alto
Guadalquivir: Alcaraz (1215), Quesada y Cazorla (1224), Baeza (1232) y Córdoba
(1236). Por entonces, desde 1230, Castilla y León habían vuelto a unirse en
una misma Corona, bajo Fernando III (m. 1252), lo que aumentó su capacidad ofensiva justamente cuando
desaparecían los últimos restos del poder almohade en al-Andalus.
La caída de Córdoba, que era un símbolo del pasado esplendor de al-Andalus, permitió el rápido
dominio de la campiña del Guadalquivir; mucho más difícil fue la toma de Jaén
(1246), conseguida por pacto, a cambio de reconocer la existencia del emirato de
Granada, como vasallo de Castilla, en las zonas montañosas de la Andalucía
oriental. Dos años antes, el infante Alfonso,
hijo y heredero de Fernando III, había sujetado a protectorado militar el reino
taifa de Murcia, y alcanzado con Jaime I de Aragón (1214-1276) el tratado de Almizra (1244), que señalaba los límites
de su expansión hacia el sur: en efecto, el rey de Aragón había llevado a
cabo ya la conquista de su zona de influencia; tomó Mallorca e Ibiza entre 1229
y 1235 y, en la península, ocupó entre 1232 (conquista de Morella) y 1246
(Denia) todo lo que sería el nuevo reino de Valencia, cuya capital cayó en 1238.
La culminación de las conquistas ocurrió cuando
Fernando III entró en Sevilla, antigua capital andalusí de los almohades (1248). Unos años más
tarde, en 1262-1263, Alfonso X (1252-1284) incorporó por completo las sierras
de la baja Andalucía sujetas hasta entonces sólo a protectorado y control militar: Cádiz y Niebla (1262).
La revuelta de los musulmanes mudéjares
andaluces y murcianos en 1264, con apoyo del emirato de Granada, y su derrota,
consumó los efectos de las conquistas anteriores. Alfonso X
expulsó a casi todos los musulmanes de la Andalucía cristiana y, con ayuda de Jaime I, completó
el dominio de Murcia, cosa imprescindible pare el rey aragonés tanto para
asegurar su victoria sobre los mudéjares valencianos, que produjeron revueltas
parciales hasta 1276, como para señalar sus pretensiones más allá de los límites
fijados en Almizra: años después, Jaime II, tras una guerra con Castilla, anexionó a Valencia la parte norte del
reino de Murcia en 1304. El cambio general de circunstancias políticas y económicas
y la dificultad para completar la colonización de las tierras conquistadas pusieron fin al avance de los
reyes cristianos en el último tercio del siglo XIII. A ello se unió la fuerte
capacidad defensiva del emirato de Granada y el apoyo que recibió de los meriníes norteafricanos entre 1275 y 1350.